La noticia ha resonado con fuerza, casi ha caído como “jarro de agua fría” tanto para creyentes como no creyentes. El mundo entero se hacía eco de un hecho histórico; asistía de lleno a todo un acontecimiento, digno de cualquier mención, que no se había producido en la bimilenaria historia de la Iglesia desde hacía casi seiscientos años –Gregorio XII, en 1415, fue el último pontífice en abandonar su cargo-.
Benedicto XVI sorprendía, “urbi et orbi”, con el anuncio de su inminente renuncia para seguir ocupando el trono de San Pedro y guiar a la propia Iglesia por los senderos y desafíos de su futuro más inmediato. En esta ocasión, la decisión tomada “con libertad” y “tras examinar su conciencia”, más bien, ha sido un varapalo para la propia vida de la institución. Él mismo, así lo hacía saber ante el Consistorio de cardenales de renunciar al “ministerio petrino”, o lo que es lo mismo, de poner punto final a los casi ocho años de pontificado.
Así las cosas, deja de ser obispo de Roma y sucesor de San Pedro, para volver a ser de nuevo, simple y llanamente, Joseph Ratzinger, a partir del mismo día 28 de febrero, a las 20.00 horas. Y a partir de ahí, apartado del “mundanal ruido” y de la vida pública, quizás, retome su afán intelectual o la tarea de pensador que, probablemente, vería frenada por su labor como Romano Pontífice.
Lo que sí está claro es que, de un modo u otro, ese hito – en fecha y hora- es clave; pues, otra vez más, e inesperadamente, la Iglesia tendrá que hacer frente a un nuevo periodo de sede vacante. La silla de San Pedro, de nuevo, quedará vacía y habrá de ser ocupada por otro Papa, en este caso, por el sucesor del propio Benedicto XVI o aquél que el Espíritu Santo decida “por su cuenta y riesgo”.
Lo que no es menos cierto es que, el periodo de sede vacante, es la antesala directa que llevará al cónclave a los cardenales de todo el mundo. Ahora bien, ¿será el cónclave decisivo para que la propia Iglesia haga frente, y de manera efectiva, a los grandes desafíos y retos que le imponen los nuevos tiempos? o, quizás, ¿aperturismo o continuismo serán las señas de identidad que guiarán la decisión que adoptarán los purpurados para elegir a su “nuevo líder”?
La decisión la sabremos, de primera mano, cuando se produzca el “Habemus Papam” –en torno a un mes-. Hasta el momento, toca esperar; pues, el “extra omnes” -“todo el mundo fuera”-, que el Camarlengo pronunciará al cerrar las puertas de la Sixtina, ni tan siquiera nos dejará presenciar o atisbar de primera mano ese nuevo periodo, lleno de incertidumbres, que se abre de manera tan inminente en la Iglesia Católica. De por medio, la Nueva Evangelización -que requiere de nuevos métodos y formas para que la propia institución consiga hacer más atractivo su mensaje-, o cuestiones bastante ásperas o peliagudas que han protagonizado la reciente historia de la Iglesia y que, algunos apuntan que han sido las mismas las cuales han hecho flaquear o menguar las fuerzas del propio Benedicto XVI, se tornan en determinantes para el nuevo Pontífice.
¿Seguirá siendo europeo o tocará ceder el testigo a otro continente?, ¿negro o blanco?, ¿del sector conservador o progresista?... Toca esperar. Mientras tanto, el “Espíritu Santo” tendrá que soplar con fuerza puesto que, con su elección, la Iglesia del futuro se juega mucho.