Estas secuencias son hebras de ADN con una conformación especial. Se inician con una secuencia pequeña palindrómica –es decir, que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda–, seguida de otra sin ninguna estructura especial, llamada secuencia separadora, y de nuevo aparece otra secuencia palindrómica. Esta estructura se puede repetir decenas de veces, una detrás de la otra, en una sola bacteria, y es esto lo que le da el nombre de CRISPR (Clustered regulary interspaced short palindromic repeats). Estos hallazgos fueron descubiertos en 1993 por el científico español Francis Mojica. El investigador de la Universidad de Alicante fue el primero en acuñar las siglas. El origen de sus investigaciones tuvo lugar tras estudiar un microorganismo hipersensible a la sal que encontró en la costa de la localidad alicantina de Santa Pola. Diferentes grupos bioinformáticos analizaron todas las secuencias CRISPR conocidas y encontraron que muchas de ellas eran idénticas a las de algunos virus.
En 2005, Eugene Koonin y otros del Centro Nacional de Información Bioinformática de Estados Unidos, siguiendo el hilo de las investigaciones del equipo de Mojica, propusieron que bacterias y arqueas, cuando eran infectadas por algún virus, incorporaban una parte específica del genoma del virus a su propio genoma formando las secuencias separadoras, y que esto servía para reconocer los virus y atacarlos en cuanto entran a su sistema para defenderse de la infección. Lo que proponían era la existencia de un sistema inmune microbiano.
Pero no fue hasta el 2007 que Philippe Horvath y su equipo comprobaron esta hipótesis, además de demostrar como de específico es el proceso. Encontraron que cuando cambiaban una sola letra de las treinta que formaban la secuencia separadora, el fago podía volver a infectar a la célula sin mayor resistencia.