Casi como una escisión de esa velada habitación del PP que callaba sus inclinaciones más rancias, Vox ha devuelto con éxito asuntos dormidos a la agenda pública. En España, país de progreso, transgresor, de libertad fértil, exultante, donde desde hace años los besos caminan libres y la tolerancia empapa las manos de muchos vecinos, ahora se habla de matrimonio homosexual, de cunetas que no deben abrirse, de españoles por encima de personas y de leyes de género que discriminan por género.
De entre los muchos símbolos patrios, de los que evocan el pasado –siglos y siglos atrás inclusive– y muerden la historia hasta retorcerla, don Pelayo es el elegido para dar el pistoletazo de salida a la campaña electoral de Vox. El partido de ultraderecha se reunirá en Covadonga (Asturias) el Viernes de Dolores (12 de abril) en su particular escalinata hacia el calvario –entiéndase éste por culmen, remate, la llave de las puertas del Congreso–. Cuando se trata de pescar votos, las excentricidades o las proclamas más ingenuas son otro cebo más con el que ponderar a los indecisos. Un partido nuevo como Vox, que nace con aires mesiánicos, imposturas exageradas y un éxito tardío, no tiene escaños, butacas, sillas que perder. Parte con ventaja frente a todos: su mochila aún no pesa tanto y sus votantes y sus bases, muy cargados ideológicamente –tanto que sólo sacian su hambre con ideas–, aparentan no ser muy exigentes con sus líderes.
Santiago Abascal, en un mitin. (EFE)
Vox comenzaba en febrero su precampaña culpando al PP de dar vía libre a talleres LGTB en la Comunidad de Madrid. Cargaba contra la “derechita cobarde”, que permitía a alumnos de ocho años cuestionarse si podían ser niños en vez de niñas o niñas en vez de niños. Del mismo modo, a comienzos de marzo, HazteOír legitimaba el discurso de Vox al fletar en la calle buses que atacaban a las leyes de violencia de género, en favor de leyes de la llamada “violencia intrafamiliar”, que, según el partido de Abascal, no excluye a los hombres que también sufren agresiones entre las cuatro paredes. La memoria histórica no se queda sin dardo. Vox Andalucía, liderado por el ex juez y ahora diputado regional Francisco Serrano, volvía a amenazar al Gobierno de San Telmo con trabar el presupuesto si no se ponía fin a la ley de memoria histórica andaluza. No tolerarían más subvenciones que, según afirmaba Alejandro Hernández, portavoz de la formación en la cámara, “se tratan de líneas rojas que el partido no está dispuesto a cruzar”. Hace tan sólo unos días, el líder de la formación volvía a plantear, como en otras ocasiones, el levantamiento de un muro en Ceuta y Melilla, pagado además por Marruecos. Esto se suma a otras declaraciones, en su línea discursiva, calada de xenofobia, en las que abogaba por privilegiar inmigraciones de América Latina sobre otros continentes, por la lengua y la cultura compartida.
La precampaña es un eufemismo que se usa para extender la campaña, con salvedades, hasta sus límites legales. En la Ley Electoral, el concepto de precampaña no se menciona ni una sola vez. Desde que la fecha oficial de los comicios se publica en el Boletín Oficial del Estado (BOE), son 54 los días en los que los partidos hacen reales sus posibilidades de hacer caja (de votos). De ese periodo, 15 días pertenecen exclusivamente a la campaña, sin contar con un último extra, el número 16, en el que la jornada de reflexión se suspende sobre aquellos votantes que aún no han decidido con qué colorear su papeleta. En estas elecciones, las más importantes de la democracia según señalan todos los líderes –todas las elecciones son siempre las más importantes–, el espectro político se ensancha más todavía. La fragmentación, a ambos lados de la carretera ideológica, y las aristas periféricas hacen del 28 de abril unos comicios complicados, que se extenderán agónicos hasta que las muy malacostumbradas formaciones pongan sus cartas sobre la mesa y, con más o menos talante, con más o menos concesiones, intercambien unas con otras hasta conseguir los 176 escaños. Ahí es donde Vox jugará su papel, en ser el último actor útil en devolver las llaves de Moncloa al Partido Popular.
Santiago Abascal ha mantenido un perfil bajo durante la precampaña. Le Pen, Trump o Salvini han acostumbrado a que los partidos de ultraderecha que hemos consumido durante estos años marquen un cartel personalísimo, donde el líder no sólo sea la cara más reconocible, sino que todo en torno a su figura se dogmatice. En estas semanas otras cabezas del partido, como Ortega Smith, Espinosa de los Monteros o Rocío Monasterio, han cobrado cada vez más visibilidad, en busca de dar ligereza a Abascal, intentar que el ex militante del PP no se atragante demasiado y, quién sabe, hacer que hable sólo lo suficiente, vaya a ser que se le llene la boca de moscas. El líder de Vox, a pesar de haberse escapado de hacer la mili por haberla prorrogado tres veces, ahora se erige como paladín, una suerte de don Pelayo que inicia su propia Reconquista “por España”, como reza el lema de su precampaña. Lo único que los partidos sí pueden hacer durante la campaña, y no en la precampaña, es pedir el voto explícitamente. A Vox ya no le hace falta. Ha tomado una postura cómoda, con las fauces de par en par, bajo el PP, que se desangra; pelea también con Ciudadanos por ver quién tiene la bandera más grande. Su discurso es un todo –voraz, infantil, casi animal, siempre barato– a riesgo de la nada: aunque las expectativas puedan parecer hinchadas, desde Vox vienen desnudos de votos. Y volverse desnudos de votos a casa parece no ser una opción.