Poco a poco, la clase se va vaciando. Los estudiantes acaban de asistir a una lección magistral que bien podría confundirse con una asamblea. Tal es el grado de participación de los alumnos y así de distendido es el tono en que se desarrollan las explicaciones. Cuando los más rezagados se han ido ya a comer o a sus casas, solo queda en el aula, tras su mesa de profesor, Javier Esguevillas. Aunque es cántabro de nacimiento, ciertas expresiones como “ahorita” o “Gringolandia” revelan que lleva mucho tiempo ligado a México.
Como especialista en Derecho Internacional, es de los que más sabe sobre política en el país azteca. Con las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina, habla sin pelos en la lengua sobre la violencia y la corrupción sistémicas de México, una tierra donde, a su parecer, “todo es posible”.
La violencia está presente en la conversación desde el inicio. Una violencia perpetrada e instigada directamente por un estado que incurre en desapariciones forzosas de forma cotidiana. Para Esguevillas, el paranarco [grupos paramilitares al servicio de los cárteles] va de la mano con la policía: “No tenemos pruebas, pero es obvio”. Debido a la inoperancia de la policía, es el Cuerpo de Marines del Ejército el que ejerce como la “parte limpia del Estado”.
No es suficiente, desde luego. En un país en que los secuestros exprés son el pan de cada día, el propio Esguevillas ha vivido muy de cerca esta violencia. Él tiene la nacionalidad mexicana, pero nunca se ha asentado en el país. Lleva cruzando el charco más de veinte años. En esas idas y venidas, ha dado tiempo a que lo rapten. Cometió dos actos inocuos que en México son imperdonables: estar en un mal barrio y coger un taxi. Ni siquiera la rememoración de este episodio hace que su relato pierda naturalidad: “Me secuestraron toda la noche, me dieron una paliza, me quitaron todo el dinero…”. Se asustó, pero no tanto como cuando se las vio con los registros del Ejército en Chiapas. También sintió miedo cuando una alumna le advirtió de que circulaban fotos suyas en una comunidad zapatista en ese estado. Ahora que ya es perro viejo, después de las ocho no acepta ninguna invitación, ni siquiera si procede de un compañero de la universidad. “No me obsesiono con lo que me ha ocurrido”, apunta.
Parece que, en efecto, no obsesionarse y pasar desapercibido es la manera de convivir con los problemas. Ocurre lo mismo con la corrupción. México parece el lugar donde todo se sabe, pero nadie habla; donde todo se hace a cambio de algo y no hay más remedio. “La corrupción está en todito”, se lamenta Esguevillas. Se quiera o no, hay que pasar por el aro, ya sea para hacer un trabajo de la universidad o para presidir un Estado: “Todo está ligado a que te inviten; alguien tiene que meterte dentro de un círculo para que te den trabajo”. Destaca que el principal problema dentro de la corrupción es el sufragio electivo sin reelección, que hace que con cada nuevo presidente se renuevan todos los cargos públicos: “¿Qué policía va a denunciar al gobernador o al secretario que te dio el trabajo?”.
¿Existe la posibilidad de que las inminentes elecciones cambien el panorama? Aunque la pegatina de Bernie Sanders que lleva en su ordenador sugiere cierto idealismo, Esguevillas se muestra bastante escéptico al respecto. La coalición outsider Morena encabeza las encuestas: “No lo van a hacer ni mejor ni peor que los demás, pero, al menos, tendríamos algo diferente”. Sobre su líder, Andrés Manuel López Obrador, reconoce que “no es trigo limpio, pero está mucho menos sucio que el resto”.
Para Esguevillas, el principal problema son las redes que existen tanto abajo como arriba: un círculo vicioso que degenera en una violencia estructural. ¿Por dónde empezar a solucionarlo? Antes de que pueda responder, Esguevillas recibe una llamada. Se ha olvidado de que tenía un compromiso, nada menos que con el rector. Después de mil excusas, la entrevista acaba ahí. La incógnita sigue sin resolverse. Salvado por la campana.